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martes, 21 de julio de 2015

[131] A los gritos en plena madrugada

“Nessun dorma”, de Giaccomo Puccini, en su ópera póstuma Turandot (1924)



Comienzo aquí una serie titulada “Dime cómo te llamas”, que bordeará por el tema de los nombres propios y su importancia. Como primera entrega, bastante obvia por cierto, voy con “Nessun dorma” (“Nadie duerma”), el aria más famosa de la ópera Turandot, de Puccini. Que muy probablemente esté en el top five de las arias más famosas de todas las óperas del mundo.

Antes de empezar, voy a aclarar, nuevamente, que no soy un experto en música. Me gusta la música, nomás. Y menos que menos, en ópera. Ni siquiera me gusta, la ópera. Pero escuché bastantes, gracias (de nada) a mi sorda abuela italiana, Annunziata. Esa es toda mi formación operística. Así que si buscan experticia, vayan por otros lados.

Puccini comenzó a componer Turandot hacia 1921, y cuando murió de cáncer, en 1924, no estaba terminada. Recién dos años después, Ricardo Alfano completó, a partir de los borradores que había dejado Puccini, lo que faltaba del tercer acto. Pero los dos primeros actos (incluyendo el aria de la que hablamos hoy) y la primera mitad del tercero son puro Puccini.

La historia es esta: Turandot es una princesa china. El nombre Turandot es impronunciable, en chino, pero bueno, ponele que se llama así, la princesa Turandot. Bastante arisca, ella. El padre la quiere casar, ella no quiere. Pero ella es la que corta el bacalao, parece, así que logra que se establezca, siguiendo la antigua tradición de la Esfinge y de las comedias de Shakespeare, un concurso: cualquiera que pretenda casarse con ella, deberá antes contestar tres acertijos. Si los aciertan, bárbaro, me caso (dice Turandot); pero si no los aciertan, ¡que le corten la cabeza! (al mejor estilo Reina de Corazones del País de las Maravillas). Así pierden la cabeza (y no metafóricamente) varios príncipes, al intentar obtener la mano de Turandot.



Pero llega un príncipe desconocido. Nadie sabe cómo se llama, pero de alguna manera, nadie duda de que es príncipe. Y él, a pesar de que todos (incluyendo los ministros Pang, Ping y Pong) le advierten, le repiten y le recontrarepiten que ser pretendiente de Turandot equivale a morir, él se enamoró de ella a primera vista y está decidido a probar suerte con los acertijos.

El príncipe, entonces, desoye a Ping y Pong. A Pang también. Increíble, pero previsiblemente, logra responder los acertijos de la princesa, que resultan extraños, la verdad, pero tampoco eran guau, qué difíciles:

“¿Qué nace cada noche y muere cada amanecer?”, larga Turandot.
“La esperanza”, responde el príncipe, medio frotándose el cuello como despedida, pero increíblemente esa era la respuesta correcta.

“¿Qué chispea de rojo y calienta como el fuego, pero no es fuego?”
“La sangre”, responde el príncipe anónimo, envalentonado, y vuelve a acertar.

Viene el tercer acertijo, el decisivo. Turandot, ya nerviosa, cual Odol pregunta:
“¿Qué hielo te quema como fuego, al cual tu fuego vuelve más frío aún?”
“¡Turandot!”, responde el príncipe, y esa era la respuesta nomás.

El concurso parece arreglado, sí, pero igualmente Turandot no se lo esperaba, y se pone como loca, porque no quiere de ninguna manera casarse con el desconocido. El padre (recordemos: es el emperador de China) le dice que, en tanto dio su palabra, se tiene que casar, qué tanto.
Turandot, sin darse por vencida, le pregunta al príncipe si aceptaría casarse con ella por la fuerza, en tanto ella no quiere casarse. El príncipe, que es todo un caballero, le hace una contrapropuesta: “Tú no sabes cuál es mi nombre. Si lo averiguas antes del amanecer, puedes cortarme la cabeza. Si no lo averiguas, te casarás conmigo por voluntad propia.”

La princesa acepta. El príncipe se retira a sus aposentos y Turandot decreta que todo el mundo se ponga a buscar ya mismo el nombre del príncipe, porque si no lo averiguan antes del amanecer, ella les cortará la cabeza a todos. ¡A todos, dije! Una pinturita, la principessa.

En esa noche decisiva, entonces, sucede el aria. “Nadie duerma” es lo que había pedido Turandot (y lo repiten ensimismados los cortesanos de palacio), pero también es lo que canta el príncipe:

(no lean los subtítulos del clip, están mal: la traducción correcta es la que pongo abajo)


Nessun dorma

Nessun dorma! Nessun dorma!
Tu pure, o principessa,
nella tua fredda stanza,
guardi le stelle
che tremano d'amore, e di speranza.

Ma il mio mistero è chiuso in me;
il nome mio nessun saprá! No, No!
Sulla tua bocca lo dirò
quando la luce splenderà!
Ed il mio bacio scioglierà il silenzio
che ti fa mia!

(Il nome suo nessun sapra,
E noi dovrem, ahim, morir, morir!)

Dilegua, o notte!
Tramontate, stelle!
Tramontate, stelle!
All'alba vincerò!
Vincerò! Vincerò!

Nadie duerma

¡Nadie duerma! ¡Nadie duerma!
Incluso tú, o princesa,
en tu fría habitación
miras las estrellas
que tiemblan de amor y de esperanza.

Pero mi secreto está escondido en mí,
¡nadie sabrá mi nombre! ¡No, no!
Sobre tu boca lo diré
cuando la luz brille.
Y mi beso disolverá el silencio
que te hará mía.

(Voces de la gente de palacio:)
(El nombre suyo nadie sabrá
Y deberemos morir, oh, morir, morir.)

¡Desvanécete, oh noche!
¡Ocúltense, estrellas!
¡Ocúltense, estrellas!
Al alba, venceré.
¡Venceré! ¡Venceré!



No sé a ustedes, pero a mí me encanta la letra, y también la música. Es una hermosa aria. Es un poco cursi, sí, pero hay un tema muy oriental allí, que es que conocer el nombre (el nombre verdadero) de alguien te da un poder sobre él. Y que uno puede regalar, como prueba máxima de amor y de confianza, su propio nombre a otra persona. Con eso, y un par de cositas más, Ursula Le Guin se hizo la saga de Terramar, y le quedó pipicucú. Pero lo inventaron los chinos, el concepto, al igual que casi todo: equivale a decir que es patrimonio de la humanidad, la idea.

El príncipe anticipa que vencerá (que nadie sabrá su nombre antes del alba) y, ansioso, le pide a las estrellas y a la noche que se vayan de una vez, porque la llegada de la luz señalará su triunfo. Que no es mantener la cabeza (aunque eso debería preocuparlo, al menos un poquito), sino confirmar el sí de su amada.

Pero Turandot, en esa larga noche, mueve cielo y tierra intentando descubrir el nombre del extranjero. No lo logra, por más que Ping y Pang van a los tiros, de acá para allá. Turandot llega incluso a torturar a un pobre infeliz, delante del príncipe, intentando conmoverlo. El príncipe le reprocha su crueldad, pero ella es dura, no le afecta.

En un momento, los dos se quedan solos, y el príncipe la besa. Turandot medio lo rechaza pero también lo acepta, y le confiesa que desde que lo vio lo odia y lo ama al mismo tiempo. Turandot le suplica al príncipe que abandone China, que se lleve su nombre secreto y no le exija casamiento. Pero el príncipe, que hay que confesar que es bastante osado, larga el as que guardaba en la manga: al oído de la princesa, le dice: “Mi nombre es Calaf”.

O sea: le regala su nombre; lo que significa, a la vez, regalarle su vida entera.

Porque llega el amanecer, y cuando el emperador le pregunta a la princesa, ella dice, triunfante: “Sé el nombre del príncipe”.

Mientras el verdugo afila la cuchilla, la princesa anuncia: “Su nombre es Amor”. Okey, okey, no es la mejor frase del mundo, y a esta altura de la ópera la música ya es de Alfano, pero bueno, es lo que hay: el funeral se cambia por banquete nupcial, y todos felices. Hasta hay fuegos articificiales, organizados por Pang Pong Ping.

De las miles de versiones disponibles, elegí una de Pavarotti. Por un lado, para que quienes lo escucharon solamente como un gordísimo viejo sudador con un pañuelo de seda en la mano entiendan el porqué de su extensa fama: sabía cantar, el muchacho. En su mejor momento, el mejor de los tenores que yo escuché, sin dudas.

Sin embargo, lo que a menudo me pasa (y es la razón, en parte, por la cual la ópera no me gusta, como género) es que preferiría, antes de que arias como esta fueran cantadas por gente con enormes voces potentísimas, que fueran cantadas por cantantes con voz más suave, más tranquilamente: son las tres de la mañana, no necesitamos despertar a todo el mundo con unos gritos capaces de quebrar todas las ventanas. Alcanzaría con un susurro. Y a mí me sonaría mucho más creíble ese “venceré” cantado entre dientes, como algo que uno se dice a sí mismo para darse ánimos y buscando la dudosa confirmación del destino.

Entre los proyectos que ideé (y que, por supuesto, no emprendí nunca, porque me da fiaca) están las óperas cantadas por no-cantantesdeópera. Cuando alguien lo haga, avísenle que yo lo inventé antes. (En cambio, si alguien lo hubiera inventado antes que yo, no es necesario que me avisen.)

Y bueno, eso es todo por hoy. Ahora déjenme volver a dormir, que aún es re temprano.

Hasta una próxima mañana,


DJ V…?

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